La concupiscencia: ¿Por qué hago el mal que no quiero?

Una y otra vez intentamos mejorar, ya sea en al matrimonio, como sacerdote, como religiosa, como amigo, como trabajador y profesional, como laico común y corriente. Realizamos terapias, retiros espirituales, vemos charlas, consultamos con un amigo, leemos un libro, lo meditas, lo piensas, lo calculas, pero todo es ineficaz. ¿Por qué hago el mal que no quiero? La concupiscencia.

Observamos como San Pablo que abre su corazón y habiéndose llamado “apóstol de Cristo”, exclama “Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero.” Romanos 7, 19. Por otro lado, encontramos en nuestra Iglesia a santos verdaderamente impresionantes, como San Francisco de Asís, de grado seráfico, que aun así reconocía pecar siete veces al día.

No es una excusa, pero debemos saber que nacemos con defectos, o quizás sería más preciso decir, con unas inclinaciones. Estas inclinaciones se conocen como “concupiscencias”, y consisten en una inclinación desordenada a hacer el mal y lo veremos en un par de ejemplos prácticos.

Hace algún tiempo, en un museo de un país lejano, una persona decidió hacer una obra de arte viva. Se colocó como una estatua y dispuso a su lado 72 objetos tales como flores, texturas suaves, pinchos, clavos, cuchillos filosos y un arma. La mujer deja un mensaje que decía: “pueden hacerme lo que quieran” «Soy un objeto. Me hago responsable de todo lo que pueda suceder en este espacio de tiempo. Seis horas. De 20 a 2 h» [1]

Los resultados son inquietantes. Al principio, las primeras horas no pasó gran cosa, pero poco a poco las cosas comenzaron a cambiar: La empujan, la besan, le hacen levantar los brazos, le dan flores, gestos aparentemente inocentes. Sin embargo, después de la tercera hora, un grupo la lleva hasta una mesa, la ata, y clava un cuchillo, amenazante entre sus piernas. Otra persona le corta su ropa, otra le corta el cuello y bebe su sangre, incluso llegan a apuntarle con un arma en la cabeza. Nadie la defiende, nadie hace nada. Por suerte la mujer sobrevive y los resultados del experimento nadie se los esperaba.

¿Cuál es la motivación a hacer un mal? ¿Por qué hacer sufrir al otro? ¿Cuál es la ganancia de hacer un mal?

Otro ejemplo menos perturbador fue con un par de niñas gemelas, en las que se pudo notar como estaban jugando con unos globos. En una ocasión un globo voló cerca de un jarrón de vidrio, provocando que se cayera. En ese momento, apareció la mamá y les preguntó: “¿Quién hizo eso?” Para mi sorpresa, ambas se acusaron diciendo que fue la otra, pero una de ellas estaba mintiendo. Si bien es un momento gracioso y hasta un poco de ternura puede dar, se puede observar la concupiscencia muy visible. Porque nadie le enseña a unos niños chiquitos a mentir. Nadie les dijo: “Cuando te acusen de algo malo, decí que fue otra persona para salir del problema” ¿Entonces, de donde lo aprendió? Esa es la concupiscencia, la inclinación que tenemos a hacer el mal.

¿Cómo éramos antes del pecado?

Antes del pecado original, el hombre vivía en «estado de santidad y de justicia originales» (Catecismo, 384). El estado de Justicia Original traía para el hombre una serie de gracias especiales (Catecismo, 374-379): Estaba en amistad con su creador y en armonía consigo mismo y con la creación en torno a él.

Tenía “participación de la vida divina”, todas las dimensiones de la vida del hombre estaban fortalecidas, el hombre no debía ni morir (cf. Génesis 2,17; 3,19), ni sufrir (cf. Génesis 3,16), experimentaba la armonía interior de la persona humana, la armonía entre el hombre y la mujer (cf. Génesis 2,25), la armonía entre la primera pareja y toda la creación, las facultades inferiores estaban sometidas a las facultades superiores, tenía “dominio” del mundo que Dios les había concedido, tenía dominio de sí y el trabajo no le era penoso (cf. Génesis 3,17-19). El hombre se hallaba íntegro y ordenado en todo su ser por estar libre de la triple concupiscencia. 

La unión de Adán y Eva con Dios era perfecta, se paseaban con Dios por el Edén, gozaban de su amor y de su presencia, lo experimentaban como un Padre amoroso y bondadoso en quién se sentían confiados.

La naturaleza era buena, porque fue creada por el mismo, que es la bondad de todo lo creado, también se ve reflejado en 1 de Timoteo 4, 4 “Porque todo lo que Dios creó es bueno” Dios crea a Adán de la materia preexistente como el barro y le enfunde su espíritu con el aliento de vida.

El ser humano antes de ser corrompido, sus apetitos estaban sometidos a la razón, no es una razón opacada y manchada por el pecado, y las concupiscencias. Tampoco es una razón como especie cajita, como un robot, donde todo está pensado. En esta razón también hay alegría, espontaneidad.

Cuatro armonías perdidas[2]

Primera armonía: Antes del pecado original, Adán y Eva se paseaban con Dios en el Edén, ellos eran sus hijos y Él era su padre. Dios les daba todo, la vida, las riquezas, la comida y toda la creación. Ellos amaban a su Dios y era un estado de perfección. Pero luego que pecaron “una vez sintieron los pasos de Yahvé se ocultaron a su vista porque sintieron miedo” (Génesis 3, 8-10) Luego del pecado, esta armonía que teníamos con Dios se rompe.

Segunda armonía: Adán al contemplar a Eva exclamó: “esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Génesis 2, 23) No existía la guerra, la división, la ofensa al prójimo, sino que era amor, unión, lo que se encontraba. Pero al pecar la opinión de Adán cambia “la mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí” (Génesis 3,12) Le echa la culpa a Eva de su pecado.

Tercera armonía: Dios le dé a Adán y a Eva toda la creación para que la sometamos, para que no proveamos de ella, nos dio el gobierno sobre los animales, sobre las plantas. Pero luego de pecar “maldito sea el suelo por tu causa: sacarás de él el alimento con fatiga todos los días de tu vida. Te producirá espinas y abrojos, y comerás la hierba del campo” (Génesis 3, 17-18). Ahora nos vemos amenazados por la naturaleza que antes se dominaba, con sequías, tornados, plagas, fieras, infertilidad, etcétera.

Cuarta armonía: Teníamos pleno dominio sobre nosotros mismos, no existía el sufrimiento, ni el dolor, ni las patologías, ni la enfermedad, pero el pecado rompe el esquema, experimenta una inclinación a hacer el mal, esta es la concupiscencia. En el catecismo lo dice así: «La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3,7)» [5]

¿Cómo terminamos después del pecado?

Terminamos muy mal, las armonías terminaron siendo divisiones, disociaciones que al ser humano les trae sufrimiento, enfermedad, patologías, tanto biológicas como psicológicas y espirituales. Con el pecado original el hombre pierde el estado de justicia original, pero gracias a la Redención todas estas gracias serán superadas «por la gloria de la nueva creación en Cristo» (Catecismo, 374). Así pues, la gracia de la redención hace del hombre caído una nueva criatura y le da dignidad de hijo de Dios. De esta manera, ante la pregunta: “¿quién eres?” no hay mejor respuesta y nada que defina más al hombre que responder: ¡un hijo de Dios! (cf. 1 Jn 3,1).

Una concupiscencia implica desorden, una inclinación desordenada. De acuerdo con su etimología de concupiscentĭa, de cupere (‘desear’ en latín, reforzado con el prefijo con) En Psicoanálisis le podrían llamar «pulsiones»

Pero debemos distinguir, por un lado, la concupiscencia es la inclinación a obrar mal, y, por otro lado, de las inclinaciones normales que Dios pone en nuestra naturaleza:

La triple concupiscencia

A partir del pecado original queda una triple concupiscencia que es el poder, el tener y el placer, esto sería, una inclinación permanente a estos tres estados o pecados. La triple concupiscencia es la soberbia, la impureza y los bienes materiales, en otras palabras, poder desordenado, placer desordenado y tener desordenado. Cada una de ellas abarca muchísimas inclinaciones, pero se les coloca ese nombre para abarcar todo y se ve reflejada en la siguiente cita bíblica:

“Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” 1 Juan 2, 16-17

En principio el poder, tener y placer no son males en sí, Adán y Eva tenían la inclinación a estos, pero de una manera ordenada. Si no tuviéramos inclinación al placer, no nos reproducimos, si no tuviéramos inclinación al tener, tal vez no existirían las ciudades, si no tuviéramos la inclinación al poder, tal vez no existiría ninguna autoridad y todo sería un caos. En sí, estas tres inclinaciones no son malas, estas nos regulan y nos ayudan a crecer. Estas son producto de la creación, pero el desorden, la concupiscencia hizo que se desordenaran.

Ejemplos ¿Cuándo se vuelven malas?

Cuando estas se vuelven fines. Por ejemplo, me pongo como fin tener poder a través de mi trabajo por el simple hecho de poder, en vez de poner primero a Dios, su voluntad y en última instancia el poder al servicio de los demás y del prójimo.

O tengo placer, comer, relaciones sexuales, por las mismas relaciones y no para unirme en matrimonio, para traer una vida, sino solo el placer por el placer, el fin último. Por ejemplo, el preservativo es placer por placer. Se convirtió en un fin y no en un medio.

Nos guste o no, esto genera egoísmo, nos pone interiormente primeros y quitamos a Dios y al prójimo. Siempre que esta concupiscencia esté así, redundando en nosotros mismos y no en los demás. Placer, poder tener cuando se desordenan, intentan hacer un Dios.

Resulta que estas tres cosas son medios para un fin más grande que el medio, que es encontrarme a Dios.

Otros efectos del pecado original

Los dones preternaturales quedan perdidos, pero en la resurrección de los muertos estos vuelven, la Gracia de Dios vuelva gracias a Cristo que nos redimió y las facultades quedan heridas y desordenadas, las facultades inferiores (pasiones, sentimientos, emociones, etc.) quedan por encima de las facultades superiores (inteligencia y voluntad) En el aspecto natural, el hombre siempre está en búsqueda de la felicidad, de volver a ese estado de Justicia Original y de unión con Dios, de forma sobrenatural es gozar de la visión beatifica, o sea el cielo y la Santidad o como diría Antonio Royo Marín la perfección Cristiana o Cristificación.

¿Por qué hago el mal que no quiero?

Entonces, ¿Por qué hacemos el mal que no queremos? Porque en el principio, Dios nos creó varón y mujer perfectos, sin mancha, en orden. No se sufría, no se trabajaba, se gozaba, en un estado de perfección, pero el pecado original nos afectó, dejando una desarmonía interior. «Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen» Santiago 1: 14

No todo está perdido

Hay una curiosidad y es que cuando hablamos de dones preternaturales vemos en los santos la incorruptibilidad de los cuerpos, esto nos habla de la escatología (conjunto de creencias religiosas sobre las «realidades últimas»), de la resurrección de los muertos. Es Dios que adelanta lo que pasará.

Resucitaremos en cuerpo y alma como lo dice el credo de los Santos Apóstoles, esto nos habla que nos será devuelto lo que fue perdido con Adán y Eva. Esto mismo también lo vemos, por ejemplo, en Santo Tomás de Aquino, con la ciencia infusa, tenía ocho amanuenses o secretarios y les dictaba a todos a la vez la suma teológica. En definitiva, en la resurrección, volveremos al estado de justicia original.

Es lógico pensar que con cada pecado vamos deformando esa imagen interior que tenemos de Dios en nosotros, la que Dios nos dotó desde la concepción, aunque las buenas noticias son que Dios al ir a la cruz nos devuelve la Gracia

Cuando el alma muere e ingresa al purgatorio, al no tener el cuerpo, el alma se llena para poder entrar al cielo y ser santo, así el proceso de santidad en la tierra sería como una especie de purgatorio, donde seamos capaces de tener dominio propio, donde podamos superar nuestras concupiscencias y todo lo que nos deja avanzar. El cuerpo fue grandemente herido por estas concupiscencias, los santos por el dominio propio, por la meditación, por la oración logran tener un dominio tal, que ellos logran unirse a Dios de una manera heroica.

Para seguir en el conocimiento propio recomendamos las siguientes entradas:

Foto representando la concupiscencia, esa inclinación ardua y difícil que se supera todos los días. Foto de Amanda Pérez en Unsplash

[1] PEIRÓ, Claudia (2017) El perturbador experimento de una artista que llevó al público a mostrar su peor cara. Infobae. https://www.infobae.com/america/cultura-america/2017/11/04/el-perturbador-experimento-de-una-artista-que-llevo-al-publico-a-mostrar-su-peor-cara/

[2] Lazos de Amor Mariano (2000) Totustuus.

[5] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA. Numeral 400

ROYO, Antonio. Teología de la Perfección Cristiana. 9na ed. Madrid: La Editorial Católica (BAC), 2001.

Una definición de Santo Tomás en la Suma Teológica página 331: «Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, define la concupiscencia como el apetito del placer: «Concupiscentia est appetitus delectabilis». Reside propiamente en el apetito sensitivo; pero participa también de ella el alma, ya que, por su íntima unión con el cuerpo, el bien sensitivo es también bien del conjunto 1.

El placer—aun el sensible y corporal—de suyo no es malo. Dios mismo, autor de la naturaleza, lo ha puesto en el ejercicio de ciertas actividades naturales—las que miran, sobre todo, a la conservación del individuo y de la especie—para facilitarlas y estimularlas. Lo que ocurre es que, a raíz de la caída original del género humano, se rompió el equilibrio de nuestras facultades, que sometía plenamente a la razón nuestros apetitos inferiores; y, a consecuencia de esa ruptura, la concupiscencia o apetito del placer se levanta muchas veces contra las exigencias de la razón y nos empuja hacia el pecado.

Nadie ha expresado jamás con mayor vivacidad y dramatismo que San Pablo este combate entre la carne y el espíritu, esta lucha encarnizada e incesante que todos hemos de sostener contra nosotros mismos a fin de someter nuestros instintos corporales al control y gobierno de la razón iluminada por la fe 2.»

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